Hay escenas que parecen sacadas de un guión satírico, y sin embargo ocurrieron en tiempo real. Boca empató 1-1 con el Auckland City en la última fecha del grupo en el Mundial de Clubes. La palabra «empate» suena benigna para lo que en realidad fue: una caída estrepitosa contra el sentido común.
El equipo neozelandés está conformado por futbolistas que trabajan de otra cosa, entrenan cuando pueden, y reciben 90 dólares mensuales en viáticos. Algunos tuvieron que pedir vacaciones en sus trabajos para poder estar. Boca, en cambio, llegó sin presiones de resultados, pero con todo el peso simbólico que implica ser Boca. Y se volvió con el decorado deshecho.
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Antes del partido, Miguel Ángel Russo —que volvió al club arreglando mientras aún dirigía a San Lorenzo— le restó importancia al 10-0 que el Bayern Munich le había hecho a Auckland. Dijo que no era tanto. Después, su equipo no les pudo ganar. Y ahí sí fue mucho.
A la desconexión táctica le siguió una desconexión emocional. Cavani, ausente en la cancha, salió a declarar que habían sido “protagonistas”. Sergio Romero, en cambio, optó por el silencio. Y por las compras. Se lo vio paseando por Miami, ¿intentando apagar la frustración con el consumo? Lo que se apagó fue otra cosa: una oportunidad histórica, no para ser campeón, sino simplemente para estar a la altura. Ni eso.
La gran paradoja es que este equipo, que juega cada vez menos, se construye cada vez más desde el nombre. La dirigencia de Juan Román Riquelme suma apellidos como si armara una playlist de Spotify, sin pensar si combinan, si encajan, si responden a un estilo. No hay partitura, pero sí muchos instrumentos desafinados.
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Ahora llega Leandro Paredes. Categoría absoluta, jugador de nivel internacional. Alcanza con ver la media hora de excelencia que jugó en la final de la última Copa América. Pero sin un proyecto serio, sin una idea clara, ni Messi puede rescatar a un equipo. Porque esto no es la Play ni una serie de Netflix: el fútbol, incluso en 2025, sigue siendo un juego de once contra once. Y cuando el rival trabaja de día y entrena de noche, el papelón se mide en centímetros de dignidad, no en dólares.
Boca no fue eliminado por penales. No lo frenó la tormenta. Fue Auckland. Fue el sentido común. Fue la realidad. Y mientras el metaverso xeneize siga creyendo que el escudo alcanza, la cancha seguirá desmintiendo cada frame.